viernes, 8 de junio de 2012

La Revolución Mundial (Parte I)

"Después de la revolución francesa ha tenido en lugar en Europa una revolución rusa, que una vez más ha enseñado al mundo que incluso los invasores más fuertes pueden ser rechazados cuando el destino de la patria está verdaderamente en manos de los pobres, los humildes, los proletarios y el pueblo trabajador".
Del periódico mural de la  /9 Brigata  Ensebio  Giambone de
los partisanos italianos, 1944 (Pavone, 1991, p.406)



La revolución fue hija de la guerra del siglo XX; de manera particular, la revolución rusa de 1917 que dio origen a la Unión Soviética, convertida en una superpotencia cuando se inició la segunda fase de los Treinta y Un Años, pero más en general, la revolución como constante mundial en la historia del siglo. La guerra por sí sola no desencadena inevitablemente la crisis, la ruptura y la revolución en los países beligerantes. De hecho hasta 1914 se creía lo contrario, al menos respecto de los regímenes establecidos que gozaban de legitimidad tradicional. Napoleón I se lamentaba amargamente de que , mientras el emperador de Austria había sobrevivido a tantas guerras perdidas y el rey de Prusia había salido indemne del desastre militar que le había hecho perder la mitad de sus territorios, él, hijo de la revolución francesa, se veía en peligro en la primera derrota. Sin embargo el peso de la guerra total del siglo XX sobre los estados y las poblaciones involucrados en ella fue tan abrumador que los llevó al borde del abismo. Solo Estados Unidos salió de las guerras mundiales intacto y hasta más fuerte. En todos los demás países el fin de los conflictos desencadenó agitación.

Parecía evidente que el viejo mundo estaba condenado a desaparecer. La vieja sociedad, la vieja economía, los viejos sistemas políticos, había "perdido el mandato del cielo", según reza el proverbio chino. La humanidad necesitaba una alternativa que ya existía en 1914. Los partidos socialistas que se apoyaban en la clase trabajadora, y se inspiraban en la convicción de una inevitabilidad histórica de su victoria, encarnaban esa alternativa en la mayor parte de los países europeos. Parecía que solo hacía falta una señal para que los pueblos se levantaran a sustituir el capitalismo por el socialismo, transformando los sufrimientos sin sentido de la guerra mundial en un acontecimiento de carácter más positivo: los dolores y convulsiones intensos del nacimiento de un nuevo mundo. Fue la revolución rusa -o más exactamente, la revolución bolchevique- de octubre de 1917 que lanzó esa señal al mundo, convirtiéndose así en un acontecimiento tan crucial para la historia de este siglo como lo fuera la revolución francesa de 1789 para el devenir del siglo XX. No es una mera coincidencia que la historia del siglo XX, según ha sido delimitado en este libro, coincida prácticamente con el ciclo vital del estado surgido de la revolución de octubre.
Póster alusivo a la victoria de la revolución bolchevique

Las repercusiones de la revolución de octubre fueron mucho más profundas y generales que las de la revolución francesa, pues si bien es cierto que las ideas de ésta siguen vivas cuando ya ha desaparecido el bolchevismo, las consecuencias prácticas de los sucesos de 1917 fueron mucho mayores y perdurables que las de 1789. La revolución de octubre generó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna. Su expansión mundial no tiene parangón desde las conquistas del islam en su primer siglo de existencia. Sólo treinta y cuarenta años después de que Lenin llegara a la estación de Finlandia en Petrogrado, un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes que derivaban directamente de "los diez días que estremecieron el mundo" (Reed, 1919) y del modelo organizativo de Lenin, el Partido Comunista. La mayor parte de esos regímenes se ajustaron al modelo de la URSS en la segunda oleada revolucionaria que siguió a la conclusión de la segunda fase de la larga guerra mundial de 1914-1945. Este capítulo se ocupa de la doble marea revolucionaria, aunque naturalmente centra su atención en la revolución original y formativa de 1917 y en las pautas que estableció para las revoluciones posteriores, cuya evolución dominó en gran medida.

Durante gran parte del siglo XX, el comunismo soviético pretendió ser un sistema alternativo y superior al capitalismo, destinado por la historia a superarlo. Y durante una gran parte del período, incluso muchos de quienes negaban esa superioridad albergaron serios temores de que resultara vencedor. Al mismo tiempo, desde la revolución de octubre, la política internacional ha de entenderse, con la excepción del período 1933-1945, como la lucha secular de las fuerzas del viejo orden contra la revolución social, a la que se asociaba con la Unión Soviética y el comunismo internacional, que se suponía que la encarnaban y dirigían.

A medida que avanzaba el siglo XX, esa imagen de la política mundial como un enfrentamiento entre las fuerzas de dos sistemas sociales antagónicos (cada uno de ellos movilizado, desde 1945, al amparo de una superpotencia que poseía las armas de la destrucción del mundo) fue haciéndose cada vez más irreal. En los años ochenta tenía tan poca influencia sobre la política internacional como pudieran tenerla las cruzadas. Sin embargo, no es difícil comprender como llegó a tomar cuerpo. En efecto, la revolución de octubre se veía a si misma, más incluso que la revolución francesa en su fase jacobina, como un acontecimiento de índole ecuménica más que  nacional. Su finalidad no era instaurar la libertad y el socialismo en Rusia, sino llevar a cabo la revolución proletaria mundial. A los ojos de Lenin y sus camaradas, la victoria del bolchevismo en Rusia era ante todo una batalla en la campaña que garantizaría su triunfo a escala universal, y era su auténtica justificación.

zar Nicolás II
Cualquier observador atento del escenario mundial comprendía desde 1870 que la Rusia zarista estaba madura para la revolución, que la merecía y que una revolución podía derrocar al zarismo. Y desde que en 1905-1906 la revolución pusiera de rodillas al zarismo, nadie dudaba ya de ello. Algunos historiadores han sostenido posteriormente, que de no haber sido por los "accidentes" de la primera guerra mundial y de la revolución bolchevique, la Rusia zarista habría evolucionado hasta convertirse en un floreciente sociedad industrial liberal-capitalista, y que de hecho ya había iniciado ese proceso, pero sería muy difícil encontrar antes de 1914 profecías que vaticinaran ese curso de los acontecimientos. De hecho, apenas se había recuperado- el régimen zarista de la revolución de 1905 cuando, indeciso e incompetente como siempre, se encontró una vez más acosado por una oleada creciente de descontento social. Durante los meses anteriores al comienzo de la guerra, el país parecía una vez más al borde de un estallido, sólo conjurado por la sólida lealtad del ejército, la policía y la burocracia. Como en muchos de los países beligerantes, el entusiasmo y el patriotismo que embargaron a la población tras el inicio de la guerra enmascararon la situación política, aunque en el caso de Rusia no por mucho tiempo. En 1915, los problemas del gobierno  del zar parecían de nuevo insuperables. La revolución de marzo de 1917, que derrocó a la monarquía rusa fue un acontecimiento esperado, recibido con alborozo por toda la opinión política occidental, si se exceptúan los más furibundos reaccionarios tradicionalistas.

Marx en 1875
Pero también daba todo el mundo por sentado, que la revolución rusa no podía ser, y no sería, socialista. No se daban las condiciones para una transformación de esas características en un país agrario marcado por la pobreza, la ignorancia y el atraso y donde el proletariado industrial, que Marx veía como el enterrador predestinado del capitalismo, sólo era una minoría minúscula, aunque gozara de una posición estratégica. Los propios revolucionarios marxistas rusos compartían ese punto de vista. El derrocamiento del zarismo y del sistema feudal solo podía desembocar en una "revolución burguesa". La lucha de clases entre la burguesía y el proletariado continuaría, pues, bajo nuevas condiciones políticas. Naturalmente, como Rusia no vivía aislada del resto del mundo, el estallido de una revolución en ese país enorme, que se extendía desde las fronteras del Japón a las de Alemania y que era una de las "grandes potencias" que dominaban la escena mundial, tendría importantes repercusiones internacionales. El propio Karl Marx creía, al final de su vida, que una revolución rusa podía ser el detonador que hiciera estallar la revolución proletaria en los países occidentales más industrializados, donde se daban las condiciones para el triunfo de la revolución socialista proletaria. Al final de la primera guerra mundial, parecía que eso era precisamente lo que iba a ocurrir.

Sólo existía una complicación. Si Rusia no estaba preparada para la revolución socialista proletaria que preconizaba el marxismo, tampoco lo estaba para la "revolución burguesa" liberal. Incluso los que se contentaban con ésta última debía encontrar un procedimiento mejor que el de apoyarse en las débiles y reducidas fuerzas de la clase media liberal de Rusia, una pequeña capa de la población que carecía de prestigio moral, de apoyo público y de una tradición institucional de gobierno representativo en la que pudiera encajar. Los cadetes, el partido del liberalismo burgués, sólo podían ser el 2,5% de los diputados en la Asamblea Constitucional de 1917-1918, elegida libremente, y disuelta muy pronto. Parecían existir dos posibilidades: o se implantaba en Rusia un régimen burgués-liberal con el levantamiento de los campesinos y los obreros (que desconocían en que consistía ese tipo de régimen y que tampoco les importaba) bajo la dirección de unos partidos revolucionarios que aspiraban a conseguir algo más, o, las fuerzas revolucionarias iban más allá de la fase burguesa-liberal hacia una "revolución permanente" más radical. En 1917, Lenin, que en 1905 sólo pensaba en una Rusia democrático-burguesa, llegó desde el principio a una conclusión realista: no era el momento para una revolución liberal. Sin embargo, veía también que en Rusia no se daban las condiciones para la revolución socialista. Los marxistas revolucionarios rusos consideraban que su revolución tenía que difundirse hacia otros lugares. 

Eso parecía perfectamente factible, porque la gran guerra concluyó en medio de una crisis política y revolucionaria generalizada, particularmente en los países derrotados. En 1918, los cuatro gobernantes de los países derrotados (Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria) perdieron el trono, además del zar de Rusia, que ya había sido derrocado en 1917, después de ser derrotado por Alemania. Por otra parte, los disturbios sociales, que en Italia alcanzaron una dimensión casi revolucionaria, también sacudieron a los países beligerantes europeos del bando vencedor.

El sentimiento antibelicista reforzó la influencia política de los socialistas, que volvieron a encarnar progresivamente la oposición a la guerra que había caracterizado sus movimientos antes de 1914. De hecho algunos partidos (los de Rusia, Serbia y Gran Bretaña -el Partido Laborista Independiente-) nunca dejaron de oponerse a ella, y aún en los países en los que los partidos socialistas la apoyaron, sus enemigos más acérrimos se hallaban en sus propias filas. Al mismo tiempo, el movimiento obrero organizado de las grandes industrias de armamento pasó a ser el centro de la militancia industrial y antibelicista en los principales países beligerantes. Los activistas sindicales de base en las fábricas, hombres preparados que disfrutaban de una fuerte posición, se hicieron célebres por su radicalismo. Los artificieros y mecánicos de los nuevos navíos dotados de alta tecnología, verdaderas fábricas flotantes, adoptaron la misma actitud. Tanto en Rusia como en Alemania, las principales bases navales (Kronstadt, Kiel) iban a convertirse en núcleos revolucionarios importantes, y años más tarde, un motín de la marinería francesa en el mar Negro impediría la intervención militar de Francia contra los bolcheviques en la guerra civil rusa de 1918-1920. Así la oposición contra la guerra adquirió una expresión concreta  y encontró protagonistas dispuestos a manifestarla.
Manifestantes frente al palacio del zar en 1917

No es extraño, pues (según los censores del imperio Habsburgo), que la revolución rusa fuera el primer acontecimiento político desde el estallido de la guerra del que se hacían eco incluso las cartas de las esposas de los campesinos y trabajadores. No ha de sorprender tampoco que, especialmente después que la revolución de octubre instalara a los bolcheviques de Lenin en el poder, se mezclaran los deseos de paz y revolución social: de las cartas censuradas de noviembre de 1917 y marzo de 1918, un tercio expresaba la esperanza de que Rusia trajera la paz, un tercio esperaba que lo hiciera la revolución y el 20% confiaba en una combinación de ambas cosas. Nadie parecía dudar de que la revolución rusa tendría importantes repercusiones internacionales. Y la primera revolución de 1905-1906 había hecho que se tambalearan los cimientos de los viejos imperios sobrevivientes, desde Austria-Hungría a China, pasado por Turquía y Persia. En 1917, Europa era un gran polvorín de explosivos sociales cuya detonación podía producirse en cualquier momento.




Fuente:
Hobsbawm, Eric, Historia del Siglo XX, Capitulo II, pág.62, Crítica (Grijalbo Mondadori S.A.), 1998.

Imágenes:
http://www.forosegundaguerra.com/viewtopic.php?f=14&t=410&start=90
http://es.wikipedia.org/wiki/Dinast%C3%ADa_Romanov
http://es.wikipedia.org/wiki/Karl_Marx
http://www.ceip.org.ar/160307/picture_library/06%20Manifestantes%20frente%20al%20palacio%20del%20zar%20en%201917.html

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