lunes, 11 de junio de 2012

La Revolución Mundial (Parte II)

Rusia, madura para la revolución social, cansada de la guerra y al borde de la derrota, fue el primero de los regímenes de Europa central y oriental que se hundió bajo el peso de la primera guerra mundial. La explosión se esperaba, aunque nadie pudiera predecir en qué momento se produciría. Pocas semanas antes de la revolución de febrero, Lenin se preguntaba todavía desde su exilio en Suiza si viviría para verla. De hecho el régimen zarista sucumbió cuando una manifestación de mujeres trabajadoras (el 8 de marzo, "día de la mujer", que celebraba habitualmente el movimiento socialista) se sumó al cierre industrial en la fábrica metalúrgica Putilov, cuyos trabajadores destacaban por su militancia, para desencadenar una huelga general y la invasión del centro de la capital, cruzando el río helado, con el objetivo fundamental de pedir pan. La fragilidad del régimen quedó manifiesto cuando las tropas del zar, incluso los siempre leales cosacos, dudaron primero y luego se negaron a atacar a la multitud y comenzaron a fraternizar con ella. Cuando se amotinaron, después de cuatro días caóticos, el zar abdicó, siendo substituido por un "gobierno provisional" que gozó de la simpatía e incluso de la ayuda de los aliados occidentales de Rusia, temerosos de que su situación desesperada pudiera inducir al régimen zarista a retirarse de la guerra y a firmar una paz por separado con Alemania. Cuatro días de anarquía y manifestaciones espontáneas en las calles bastaron para acabar con un imperio. Pero eso no fue todo: Rusia estaba hasta tal punto preparada para la revolución social que las masas de Petrogrado consideraron inmediatamente la caída del zar como la proclamación de la libertad universal, la igualdad y la democracia directa. El éxito extraordinario de Lenin consistió en pasar de ese incontrolable y anárquico levantamiento popular al poder bolchevique.

Por consiguiente, lo que sobrevino no fue una Rusia liberal y constitucional occidentalizada y decidida a combatir a los alemanes, sino un vacío revolucionario: un impotente "gobierno provisional" por un lado, y por el otro, una multitud de "consejos" populares (soviets) que surgían espontáneamente en todas partes. Los soviets tenían el poder (o al menos el poder de veto) en la vida local, pero no sabían que hacer con él ni qué era lo que se podía o lo que se debía hacer. Los diferentes partidos y organizaciones revolucionarias -bolcheviques y mencheviques, socialrevolucionario y muchos otros grupos menores de la izquierda, que emergieron de la clandestinidad- intentaron integrarse en esas asambleas para coordinarlas y conseguir que se adhirieran a su política, aunque en un principio sólo Lenin las consideraba como una alternativa al gobierno ("todo el poder para los soviets"). Sin embargo, lo cierto es que cuando se produjo la caída del zar no eran muchos los rusos que superan qué representaban las etiquetas de los partidos revolucionarios o que, si lo sabían, pudieran distinguir sus diversos programas. Lo que sabían era que ya no aceptaban la autoridad, ni siquiera la autoridad de los revolucionarios que afirmaban saber más que ellos.

Vladimir Ilich Uliánov (Lenin)
La exigencia básica de la población más pobre de los núcleos urbanos era conseguir pan, y la de los obreros, obtener mayores salarios y un horario de trabajo más reducido. Y en cuanto al 80% de la población rusa que vivía de la agricultura, lo que quería era, como siempre, la tierra. Todos compartían el deseo de que concluyera la guerra, aunque en un principio los campesinos-soldados que formaban el grueso del ejército no se oponían a la guerra como tal, sino a la dureza de la disciplina y a los malos tratos a que les sometían los otros rangos del ejército. El lema "pan, paz y tierra" suscitó cada vez más apoyo para quienes lo propugnaban, especialmente para lo bolcheviques de Lenin, cuyo número pasó de unos pocos miles en marzo de 1917 a casi 250.000 al inicio del verano de ese mismo año. Contra lo que sustentaba la mitología de la guerra fría, que veía a Lenin esencialmente como un organizador de golpes de estado, el único activo real que tenían él y los bolcheviques era el conocimiento de lo que querían las masas, lo que les indicaba cómo tenían que proceder. Por ejemplo, cuando comprendió que, aun en contra del programa socialista, los campesinos deseaban que la tierra se dividiera en explotaciones familiares, Lenin no dudó por un momento en comprometer a los bolcheviques en esa forma de individualismo económico.

En cambio, el gobierno provisional y sus seguidores fracasaron al no reconocer su incapacidad de que Rusia  obedeciera sus leyes y decretos. Cuando los empresarios y hombres de negocios intentaron restablecer la disciplina laboral, lo único que consiguieron fue radicalizar las posturas de los obreros. Cuando el gobierno provisional insistió en iniciar una nueva ofensiva militar en junio de 1917, el ejército se negó y los soldados campesinos regresaron a sus aldeas para participar en el reparto de la tierra. La revolución se difundió a lo largo de las vías del ferrocarril que los llevaba de regreso. Aunque la situación no estaba madura para la caída inmediata del gobierno provisional, a partir del verano se intensificó la radicalización en el ejército y en las principales ciudades, y eso favoreció a los bolcheviques. El campesinado apoyaba abrumadoramente a los herederos de los narodniks, los socialrevolucionarios, aunque en el seno de ese partido se formó un ala izquierda más radical que se aproximó a los bolcheviques, con los que gobernó durante un breve período tras la revolución de octubre.

Asalto al Palacio de Invierno 1917
El afianzamiento de los bolcheviques -que en ese momento constituía esencialmente un partido obrero- en las principales ciudades rusas, especialmente en la capital, Petrogrado, y en Moscú, y su rápida implantación en el ejército, entrañó el debilitamiento del gobierno provisional, sobre todo cuando en el mes de agosto tuvo que recabar el apoyo de las fuerzas revolucionarias de la capital para sofocar un intento de golpe de estado contrarrevolucionario encabezado por un general monárquico. El sector más radicalizado de sus seguidores impulsó entonces a los bolcheviques a la toma del poder. En realidad, llegado el momento, no fue necesario tomar el poder, sino simplemente ocuparlo. El gobierno provisional, al que ya nadie defendía, se disolvió como una burbuja en el aire.

El programa de Lenin, de comprometer al nuevo gobierno soviético (es decir, básicamente al partido bolchevique) en la "transformación socialista de la república rusa" suponía apostar por la mutación de la revolución rusa en una revolución mundial, o al menos europea. ¿Quién -preguntaba Lenin frecuentemente- podía imaginar que la victoria del socialismo "pudiera producirse... excepto mediante la destrucción total de la burguesía rusa y europea"? Entre tanto, la tarea principal de los bolcheviques era mantenerse. El  nuevo régimen apenas hizo otra cosa por el socialismo que declarar que el socialismo era su objetivo, ocupar los bancos y declarar el "control obrero" sobre la gestión de las empresas, es decir, oficializar lo que habían ido haciendo desde que estallara la revolución, mientras urgía a los obreros que mantuvieran la producción.

El nuevo régimen se mantuvo. Sobrevivió a una dura paz impuesta por Alemania en Brest-Litovsk, unos meses antes de que los propios alemanes fueran derrotados, y que supuso la pérdida de Polonia, las provincias del Báltico, Ucrania y extensos territorios del sur y el oeste de Rusia. Diversos ejércitos y regímenes revolucionarios ("blancos") se levantaron contra los soviets, financiados por los aliados, que enviaron a suelo ruso tropas británicas, francesas, norteamericanas, japonesas, polacas, serbias, griegas y rumanas. En los peores momentos de la brutal y caótica guerra civil de 1918-1920, la Rusia soviética quedó reducida a un núcleo cercado de territorios en el norte y el centro. Los únicos factores de peso que favorecían el nuevo régimen, mientras creaba de la nada un ejército a la postre vencedor, eran la incompetencia y la división que reinaban entre las fuerzas "blancas", su incapacidad para ganar el apoyo del campesino ruso y la bien fundada sospecha de las potencias occidentales de que era imposible organizar adecuadamente a esos soldados y marineros levantiscos para luchar contra los bolcheviques. La victoria de éstos se había consumado a finales de 1920.

Así pues, contra lo esperado, la Rusia soviética sobrevivió. Los bolcheviques extendieron su poder y lo conservaron a lo largo de varios años de continuas crisis y catástrofes: la conquista de los alemanes y la dura paz que les impusieron, las secesiones regionales, la contrarrevolución, la guerra civil, la intervención armada extranjera, el hambre y el hundimiento económico. Cuando la nueva república soviética emergió de su agonía, se descubrió que conducían en una dirección muy distinta de la que había previsto Lenin.
El Ejército Rojo de Trabajadores y Campesinos (1920)

Sea como fuere, la revolución sobrevivió por tres razones principales. En primer lugar, porque contaba con un instrumento extraordinariamente poderoso, un Partido Comunista con 600.000 miembros, fuertemente centralizado y disciplinado. Ese modelo organizativo, propagado y defendido incansablemente por Lenin desde 1902, tomó forma después del movimiento insurreccional. Prácticamente todos los regímenes revolucionarios del siglo xx adoptarían una variante de ese modelo. En segundo lugar, era sin duda, el único gobierno que podía y quería mantener a Rusia unida como un estado, y para ello contaba con un considerable apoyo de otros grupos patriotas rusos (políticamente hostiles en otro sentido), como la oficialidad, sin la cual habría sido imposible organizar el nuevo ejército rojo. La tercera razón era que la revolución había permitido que el campesinado ocupara la tierra. En el momento decisivo, la gran masa de campesinos rusos -el núcelo del estado y de su nuevo ejército- consideró que sus oportunidades de conservar la tierra eran mayores si se mantenían los rojos que si el poder volvía a manos de la nobleza. Eso dio a los bolcheviques una ventaja decisiva en la guerra civil de 1918-1920. Los hechos demostrarían que los campesinos rusos eran demasiado optimistas.

La revolución mundial que justificaba la decisión de Lenin de implantar en Rusia el socialismo no se produjo y ese hecho condenó a la Rusia soviética a sufrir, durante una generación, los efectos de un aislamiento que acentuó su pobreza y su atraso. Las opciones de su futuro desarrollo quedaban así determinadas, o al menos fuertemente condicionadas. Sin embargo, una oleada revolucionaria barrió el planeta en los dos años siguientes a la revolución de octubre y las esperanzas de los bolcheviques, prestos para la batalla, no parecían irreales.

Desmembración del imperio austro-húngaro (1919)
Los acontecimientos de Rusia no solo crearon revolucionarios sino revoluciones. En enero de 1918, pocas semanas después de la conquista del Palacio de Invierno, y mientras los bolcheviques intentaban desesperadamente negociar la paz con el ejército alemán que avanzaba hacia sus fronteras, Europa central fue barrida por una oleada de huelgas políticas y manifestaciones antibelicistas que se iniciaron en Viena para propagarse a través de Budapest y de los territorios checos hasta Alemania, culminando en la revuelta de la marinería austrohúngara en el Adriático. Cuando se vio con claridad que las potencias centrales serían derrotadas, sus ejércitos se desintegraron. En septiembre, los soldados campesinos búlgaros regresaron a su país, proclamaron la república y marcharon sobre Sofía, aunque pudieron ser desarmados con la ayuda alemana. En octubre, se desmembró la monarquía de los Habsburgo, después de las últimas derrotas sufridas en el frente de Italia. Se establecieron entonces varios estados nacionales nuevos con la esperanza de que los aliados victoriosos los preferirían a los peligros de la revolución bolchevique. La primera reacción occidental frente al llamamiento de los bolcheviques a los pueblos para que hicieran la paz -así como su publicación de los tratados secretos en los que los aliados habían decidido el destino de Europa- fue la elaboración de los catorce puntos del presidente Wilson, en los que se jugaba la carta del nacionalismo contra el llamamiento internacionalista de Lenin. Se iba a crear una zona de pequeños estados nacionales para que sirvieran a modo de cordón sanitario contra el virus rojo. A principios de noviembre, los marineros y soldados amotinados difundieron por todo el país la revolución alemana desde la base naval de Kiel. Se proclamó la república y el emperador, que huyó a Holanda fue sustituido al frente del estado por un ex guarnicionero socialdemócrata.

La revolución que había derribado todos los regímenes desde Vladivostok hasta el Rin era una revuelta contra la guerra, y la firma de la paz diluyó una gran parte de su carga explosiva. Por otra parte, su contenido social era vago, excepto en los casos de los soldados campesinos de los imperios de los Habsburgo, de los Romanov y turco, y en los pequeños estados del sureste de Europa. Allí se basaba en cuatro elementos principales: la tierra, y el rechazo de las ciudades, de los extranjeros (especialmente los judíos) y de los gobiernos. Esto convirtió a los campesinos en revolucionarios, aunque no en bolcheviques, en grandes zonas de Europa central y oriental, pero no en Alemania (excepto en cierta medida en Baviera), ni en Austria ni en algunas zonas de Polonia. Para calmar su descontento fue necesario inducir algunas medidas de reforma agraria incluso en algunos países conservadores y contrarrevolucionarios como Rumania y Finlandia. Por otra parte en los países en los que constituía la mayoría de la población, el campesinado representaba la garantía de que los socialistas, y en especial los bolcheviques, no ganarían las elecciones generales democráticas. Aunque esto no convertía necesariamente a los campesinos en bastiones del conservadurismo político, constituía una dificultad decisiva para los socialistas democráticos o, como en la Rusia soviética, los forzó a la abolición de la democracia electoral. Por esa razón, los bolcheviques, que habían pedido una asamblea constituyente, la disolvieron pocas semanas después de los sucesos de octubre. La creación de una serie de pequeños estados nacionales según los principios enunciados por el presidente Wilson, frenó el avance de la revolución bolchevique.

Por otra parte, el impacto de la revolución rusa en las insurrecciones europeas de 1918-1919 era tan evidente que alentaba en Moscú la esperanza de extender la revolución del proletariado mundial. Mientras que en Rusia y en Austria-Hungria, vencidas en la guerra, reinaba una situación realmente revolucionaria, la gran masa de soldados, marineros y trabajadores revolucionarios de Alemania eran tan moderados y observantes de la ley, que no era un país donde cabía esperar que se produjeran insurrecciones.

Sin embargo, la revolución alemana de 1918 confirmó las esperanzas de los bolcheviques rusos, tanto más cuanto que en 1918 se proclamó en Baviera una efímera república socialista, y en la primavera de 1919, tras el asesinato de su líder, se estableció una república soviética, de breve duración, en Munich. Estos acontecimientos coincidieron con un intento más serio de exportar el bolcheviquismo hacia Occidente, que culminó en la creación de la república soviética húngara de marzo-julio de 1919. Naturalmente ambos movimientos fueron sofocados con la brutalidad esperada. Aunque el año 1919, el de mayor inquietud social en Occidente, contempló el fracaso de los únicos intentos por propagar la revolución bolchevique, y a pesar de que en 1920 se inició un rápido reflujo de la marea revolucionaria, los líderes bolcheviques de Moscú no abandonaron, hasta bien entrado 1923, la esperanza de ver una revolución en Alemania.

La Tercera Internacional (comunista)
Fue en 1920 cuando los bolcheviques cometieron lo que hoy se nos aparece como un error fundamental, al dividir permanentemente al movimiento obrero internacional. Lo hicieron al estructurar su nuevo movimiento comunista internacional según el modelo del partido de vanguardia de Lenin, constituido por una elite de "revolucionarios profesionales" con plena dedicación. Con pocas excepciones, en los partidos socialistas y obreros existían fuertes movimientos de opinión favorable a la integración en la nueva Tercera Internacional (comunista), que crearon los bolcheviques en sustitución de la Segunda Internacional (1889-1914), desacreditada y desorganizada por la guerra mundial a la que no había sabido oponerse. En efecto, los partidos socialistas de Francia, Italia, Austria y Noruega, así como los socialistas independientes de Alemania, votaron en ese sentido, dejando en minoría a los adversarios del bolchevismo. Sin embargo, lo que buscaban Lenin y los bolcheviques no era un movimiento internacional de socialistas simpatizantes con la revolución de octubre, sino un cuerpo de activistas totalmente comprometido y disciplinado: una especie de fuerza de asalta para la conquista revolucionaria. A los partidos que se negaron a adoptar la estructura leninista se les impidió incorporarse a la nueva Internacional, o fueron expulsados de ella, porque resultaría debilitada si aceptaba esas quintas columnas de oportunismo y reformismo. Dado que la batalla era inminente sólo podían tener cabida los soldados.

Sun Yat-Sen, líder del Kuomintang
Para que esa argumentación tuviera sentido debía cumplirse una condición: que la revolución mundial estuviera aún en marcha y que hubiera nuevas batallas en la perspectiva inmediata. Sin embargo, aunque la situación europea no estaba ni mucho menos estabilizada, en 1920 resulta evidente que la revolución bolchevique no era inminente en Occidente. Entonces, las perspectivas revolucionarias se desplazaron hacia el este, hacia Asia, que siempre había estado en el punto de mira de Lenin. Así, entre 1920 y 1927 las esperanzas de la revolución mundial parecieron sustentarse en la revolución china, que progresaba bajo Kuomintang, partido de liberación nacional, cuyo líder Sun Yat-sen (1866-1925), aceptó el modelo soviético, la ayuda militar soviética y el nuevo Partido Comunista chino como parte de su movimiento. La alianza entre el Kuomintang y el Partido Comunista avanzaría hacia el norte desde sus bases de la China meridional, en el curso de la gran ofensiva de 1925-1927, situando a la mayor parte de China bajo el control de un solo gobierno por primera vez desde la caída del imperio en 1911, antes de que el principal general del Kuomintang, Chiang Kai-shek, se volviera contra los comunistas y los aplastara.

En 1921, la revolución se batía en retirada en la Rusia soviética, aunque el poder político bolchevique era inamovible. Además, el tercer congreso de la Comintern reconoció -sin confesarlo abiertamente- que la revolución no era factible en Occidente al hacer un llamamiento en pro de un "frente unido" con los mismos socialistas a los que el segundo congreso había expulsado del ejército del progreso revolucionario. Los revolucionarios de las siguientes generaciones disputarían acerca del significado de ese hecho. De todas formas, ya era demasiado tarde. El movimiento se había dividido de manera permanente. La mayoría de los socialistas de izquierda se integraron en el movimiento socialdemócrata, constituido en su inmensa mayoría por anticomunistas moderados. Por su parte, los nuevos partidos comunistas pasarían a ser una apasionada minoría de la izquierda europea (con algunas excepciones como Alemania, Francia o Finlandia). Esta situación no se modificaría hasta la década de 1930.




Fuente:
Hobsbawm, Eric, Historia del Siglo XX, Capitulo II, pág.62, Crítica (Grijalbo Mondadori S.A.), 1998.

Imágenes:
http://isemodernworldhistorygrade9.wikispaces.com/Lenin,+Trotsky,+and+the+Bolshevik+Revolution.+Contributions+of+Leni+and+Trotsky+to+the+Bolshevik+Revolution%3F
http://es.wikipedia.org/wiki/Lenin
http://www.uruguayeduca.edu.uy/Portal.Base/Web/verContenido.aspx?ID=205113
http://historiaglobalonline.com/2009/09/la-revolucion-rusa-en-imagenes-1917-1953/
http://encontrarte.aporrea.org/efemerides/e2081.html
http://www.historycentral.com/asia/Kuomintang.html

viernes, 8 de junio de 2012

La Revolución Mundial (Parte I)

"Después de la revolución francesa ha tenido en lugar en Europa una revolución rusa, que una vez más ha enseñado al mundo que incluso los invasores más fuertes pueden ser rechazados cuando el destino de la patria está verdaderamente en manos de los pobres, los humildes, los proletarios y el pueblo trabajador".
Del periódico mural de la  /9 Brigata  Ensebio  Giambone de
los partisanos italianos, 1944 (Pavone, 1991, p.406)



La revolución fue hija de la guerra del siglo XX; de manera particular, la revolución rusa de 1917 que dio origen a la Unión Soviética, convertida en una superpotencia cuando se inició la segunda fase de los Treinta y Un Años, pero más en general, la revolución como constante mundial en la historia del siglo. La guerra por sí sola no desencadena inevitablemente la crisis, la ruptura y la revolución en los países beligerantes. De hecho hasta 1914 se creía lo contrario, al menos respecto de los regímenes establecidos que gozaban de legitimidad tradicional. Napoleón I se lamentaba amargamente de que , mientras el emperador de Austria había sobrevivido a tantas guerras perdidas y el rey de Prusia había salido indemne del desastre militar que le había hecho perder la mitad de sus territorios, él, hijo de la revolución francesa, se veía en peligro en la primera derrota. Sin embargo el peso de la guerra total del siglo XX sobre los estados y las poblaciones involucrados en ella fue tan abrumador que los llevó al borde del abismo. Solo Estados Unidos salió de las guerras mundiales intacto y hasta más fuerte. En todos los demás países el fin de los conflictos desencadenó agitación.

Parecía evidente que el viejo mundo estaba condenado a desaparecer. La vieja sociedad, la vieja economía, los viejos sistemas políticos, había "perdido el mandato del cielo", según reza el proverbio chino. La humanidad necesitaba una alternativa que ya existía en 1914. Los partidos socialistas que se apoyaban en la clase trabajadora, y se inspiraban en la convicción de una inevitabilidad histórica de su victoria, encarnaban esa alternativa en la mayor parte de los países europeos. Parecía que solo hacía falta una señal para que los pueblos se levantaran a sustituir el capitalismo por el socialismo, transformando los sufrimientos sin sentido de la guerra mundial en un acontecimiento de carácter más positivo: los dolores y convulsiones intensos del nacimiento de un nuevo mundo. Fue la revolución rusa -o más exactamente, la revolución bolchevique- de octubre de 1917 que lanzó esa señal al mundo, convirtiéndose así en un acontecimiento tan crucial para la historia de este siglo como lo fuera la revolución francesa de 1789 para el devenir del siglo XX. No es una mera coincidencia que la historia del siglo XX, según ha sido delimitado en este libro, coincida prácticamente con el ciclo vital del estado surgido de la revolución de octubre.
Póster alusivo a la victoria de la revolución bolchevique

Las repercusiones de la revolución de octubre fueron mucho más profundas y generales que las de la revolución francesa, pues si bien es cierto que las ideas de ésta siguen vivas cuando ya ha desaparecido el bolchevismo, las consecuencias prácticas de los sucesos de 1917 fueron mucho mayores y perdurables que las de 1789. La revolución de octubre generó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha conocido la historia moderna. Su expansión mundial no tiene parangón desde las conquistas del islam en su primer siglo de existencia. Sólo treinta y cuarenta años después de que Lenin llegara a la estación de Finlandia en Petrogrado, un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes que derivaban directamente de "los diez días que estremecieron el mundo" (Reed, 1919) y del modelo organizativo de Lenin, el Partido Comunista. La mayor parte de esos regímenes se ajustaron al modelo de la URSS en la segunda oleada revolucionaria que siguió a la conclusión de la segunda fase de la larga guerra mundial de 1914-1945. Este capítulo se ocupa de la doble marea revolucionaria, aunque naturalmente centra su atención en la revolución original y formativa de 1917 y en las pautas que estableció para las revoluciones posteriores, cuya evolución dominó en gran medida.

Durante gran parte del siglo XX, el comunismo soviético pretendió ser un sistema alternativo y superior al capitalismo, destinado por la historia a superarlo. Y durante una gran parte del período, incluso muchos de quienes negaban esa superioridad albergaron serios temores de que resultara vencedor. Al mismo tiempo, desde la revolución de octubre, la política internacional ha de entenderse, con la excepción del período 1933-1945, como la lucha secular de las fuerzas del viejo orden contra la revolución social, a la que se asociaba con la Unión Soviética y el comunismo internacional, que se suponía que la encarnaban y dirigían.

A medida que avanzaba el siglo XX, esa imagen de la política mundial como un enfrentamiento entre las fuerzas de dos sistemas sociales antagónicos (cada uno de ellos movilizado, desde 1945, al amparo de una superpotencia que poseía las armas de la destrucción del mundo) fue haciéndose cada vez más irreal. En los años ochenta tenía tan poca influencia sobre la política internacional como pudieran tenerla las cruzadas. Sin embargo, no es difícil comprender como llegó a tomar cuerpo. En efecto, la revolución de octubre se veía a si misma, más incluso que la revolución francesa en su fase jacobina, como un acontecimiento de índole ecuménica más que  nacional. Su finalidad no era instaurar la libertad y el socialismo en Rusia, sino llevar a cabo la revolución proletaria mundial. A los ojos de Lenin y sus camaradas, la victoria del bolchevismo en Rusia era ante todo una batalla en la campaña que garantizaría su triunfo a escala universal, y era su auténtica justificación.

zar Nicolás II
Cualquier observador atento del escenario mundial comprendía desde 1870 que la Rusia zarista estaba madura para la revolución, que la merecía y que una revolución podía derrocar al zarismo. Y desde que en 1905-1906 la revolución pusiera de rodillas al zarismo, nadie dudaba ya de ello. Algunos historiadores han sostenido posteriormente, que de no haber sido por los "accidentes" de la primera guerra mundial y de la revolución bolchevique, la Rusia zarista habría evolucionado hasta convertirse en un floreciente sociedad industrial liberal-capitalista, y que de hecho ya había iniciado ese proceso, pero sería muy difícil encontrar antes de 1914 profecías que vaticinaran ese curso de los acontecimientos. De hecho, apenas se había recuperado- el régimen zarista de la revolución de 1905 cuando, indeciso e incompetente como siempre, se encontró una vez más acosado por una oleada creciente de descontento social. Durante los meses anteriores al comienzo de la guerra, el país parecía una vez más al borde de un estallido, sólo conjurado por la sólida lealtad del ejército, la policía y la burocracia. Como en muchos de los países beligerantes, el entusiasmo y el patriotismo que embargaron a la población tras el inicio de la guerra enmascararon la situación política, aunque en el caso de Rusia no por mucho tiempo. En 1915, los problemas del gobierno  del zar parecían de nuevo insuperables. La revolución de marzo de 1917, que derrocó a la monarquía rusa fue un acontecimiento esperado, recibido con alborozo por toda la opinión política occidental, si se exceptúan los más furibundos reaccionarios tradicionalistas.

Marx en 1875
Pero también daba todo el mundo por sentado, que la revolución rusa no podía ser, y no sería, socialista. No se daban las condiciones para una transformación de esas características en un país agrario marcado por la pobreza, la ignorancia y el atraso y donde el proletariado industrial, que Marx veía como el enterrador predestinado del capitalismo, sólo era una minoría minúscula, aunque gozara de una posición estratégica. Los propios revolucionarios marxistas rusos compartían ese punto de vista. El derrocamiento del zarismo y del sistema feudal solo podía desembocar en una "revolución burguesa". La lucha de clases entre la burguesía y el proletariado continuaría, pues, bajo nuevas condiciones políticas. Naturalmente, como Rusia no vivía aislada del resto del mundo, el estallido de una revolución en ese país enorme, que se extendía desde las fronteras del Japón a las de Alemania y que era una de las "grandes potencias" que dominaban la escena mundial, tendría importantes repercusiones internacionales. El propio Karl Marx creía, al final de su vida, que una revolución rusa podía ser el detonador que hiciera estallar la revolución proletaria en los países occidentales más industrializados, donde se daban las condiciones para el triunfo de la revolución socialista proletaria. Al final de la primera guerra mundial, parecía que eso era precisamente lo que iba a ocurrir.

Sólo existía una complicación. Si Rusia no estaba preparada para la revolución socialista proletaria que preconizaba el marxismo, tampoco lo estaba para la "revolución burguesa" liberal. Incluso los que se contentaban con ésta última debía encontrar un procedimiento mejor que el de apoyarse en las débiles y reducidas fuerzas de la clase media liberal de Rusia, una pequeña capa de la población que carecía de prestigio moral, de apoyo público y de una tradición institucional de gobierno representativo en la que pudiera encajar. Los cadetes, el partido del liberalismo burgués, sólo podían ser el 2,5% de los diputados en la Asamblea Constitucional de 1917-1918, elegida libremente, y disuelta muy pronto. Parecían existir dos posibilidades: o se implantaba en Rusia un régimen burgués-liberal con el levantamiento de los campesinos y los obreros (que desconocían en que consistía ese tipo de régimen y que tampoco les importaba) bajo la dirección de unos partidos revolucionarios que aspiraban a conseguir algo más, o, las fuerzas revolucionarias iban más allá de la fase burguesa-liberal hacia una "revolución permanente" más radical. En 1917, Lenin, que en 1905 sólo pensaba en una Rusia democrático-burguesa, llegó desde el principio a una conclusión realista: no era el momento para una revolución liberal. Sin embargo, veía también que en Rusia no se daban las condiciones para la revolución socialista. Los marxistas revolucionarios rusos consideraban que su revolución tenía que difundirse hacia otros lugares. 

Eso parecía perfectamente factible, porque la gran guerra concluyó en medio de una crisis política y revolucionaria generalizada, particularmente en los países derrotados. En 1918, los cuatro gobernantes de los países derrotados (Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria) perdieron el trono, además del zar de Rusia, que ya había sido derrocado en 1917, después de ser derrotado por Alemania. Por otra parte, los disturbios sociales, que en Italia alcanzaron una dimensión casi revolucionaria, también sacudieron a los países beligerantes europeos del bando vencedor.

El sentimiento antibelicista reforzó la influencia política de los socialistas, que volvieron a encarnar progresivamente la oposición a la guerra que había caracterizado sus movimientos antes de 1914. De hecho algunos partidos (los de Rusia, Serbia y Gran Bretaña -el Partido Laborista Independiente-) nunca dejaron de oponerse a ella, y aún en los países en los que los partidos socialistas la apoyaron, sus enemigos más acérrimos se hallaban en sus propias filas. Al mismo tiempo, el movimiento obrero organizado de las grandes industrias de armamento pasó a ser el centro de la militancia industrial y antibelicista en los principales países beligerantes. Los activistas sindicales de base en las fábricas, hombres preparados que disfrutaban de una fuerte posición, se hicieron célebres por su radicalismo. Los artificieros y mecánicos de los nuevos navíos dotados de alta tecnología, verdaderas fábricas flotantes, adoptaron la misma actitud. Tanto en Rusia como en Alemania, las principales bases navales (Kronstadt, Kiel) iban a convertirse en núcleos revolucionarios importantes, y años más tarde, un motín de la marinería francesa en el mar Negro impediría la intervención militar de Francia contra los bolcheviques en la guerra civil rusa de 1918-1920. Así la oposición contra la guerra adquirió una expresión concreta  y encontró protagonistas dispuestos a manifestarla.
Manifestantes frente al palacio del zar en 1917

No es extraño, pues (según los censores del imperio Habsburgo), que la revolución rusa fuera el primer acontecimiento político desde el estallido de la guerra del que se hacían eco incluso las cartas de las esposas de los campesinos y trabajadores. No ha de sorprender tampoco que, especialmente después que la revolución de octubre instalara a los bolcheviques de Lenin en el poder, se mezclaran los deseos de paz y revolución social: de las cartas censuradas de noviembre de 1917 y marzo de 1918, un tercio expresaba la esperanza de que Rusia trajera la paz, un tercio esperaba que lo hiciera la revolución y el 20% confiaba en una combinación de ambas cosas. Nadie parecía dudar de que la revolución rusa tendría importantes repercusiones internacionales. Y la primera revolución de 1905-1906 había hecho que se tambalearan los cimientos de los viejos imperios sobrevivientes, desde Austria-Hungría a China, pasado por Turquía y Persia. En 1917, Europa era un gran polvorín de explosivos sociales cuya detonación podía producirse en cualquier momento.




Fuente:
Hobsbawm, Eric, Historia del Siglo XX, Capitulo II, pág.62, Crítica (Grijalbo Mondadori S.A.), 1998.

Imágenes:
http://www.forosegundaguerra.com/viewtopic.php?f=14&t=410&start=90
http://es.wikipedia.org/wiki/Dinast%C3%ADa_Romanov
http://es.wikipedia.org/wiki/Karl_Marx
http://www.ceip.org.ar/160307/picture_library/06%20Manifestantes%20frente%20al%20palacio%20del%20zar%20en%201917.html

jueves, 7 de junio de 2012

Pablo Présbere, defensor de la libertad de las naciones indígenas americanas

Durante la conquista y la colonia de América, surgieron de entre los pueblos autóctonos hombres y mujeres, que se levantaron en defensa de su libertad, y de sus pueblos, ejerciendo una fuerte resistencia contra un enemigo invasor que pretendía robarles sus tierras y sus creencias, tratando de imponerles por la fuerza nuevas ideas y adueñarse de lo que por miles de años fue suyo por derecho y herencia.

Uno de estos grandes defensores dela libertad Americana surgió de la región que hoy se conoce como Talamanca al sur-este de Costa Rica, rey de la nación indígena de Suinse de nombre Pa Blu o Rey Lapa. Talamanca, conocida originalmente por las naciones indígenas como Ará, se encontraba poblada por gran cantidad de naciones diferentes etnias que se resistieron valientemente al yugo invasor.

Al establecerse los españoles en el valle Central de Costa Rica a finales del siglo XVI, iniciaron desde este punto expediciones de colonización para el resto del país. Ya para el año 1605 el conquistador Diego de Sojo y Peñaranda había fundado la villa de Santiago de Talamanca en recuerdo de su tierra natal, haciéndola crecer y desarrollándose rápidamente, sin embargo los continuos abusos de que eran objeto los indígenas hicieron que en el año 1610 una rebelión dirigida por el Useköl (máximo jefe religioso de Bribris y Cabecares) Guaykara, destruyera e incendiara la villa.

Para 1613 el Blu (principal jefe político y militar) Coroneo, comandó una alianza de todas las naciones indígenas del este de la provincia Colonial; y para 1620 fueron ahorcados los caciques de Talamanca: Juan Serraba, Francisco Kagri, Diego Hebeno y Juan Ibaezara. En 1662 las huestes del Blu Kabsi destruyen la ciudad de San Bartolomé de Duqueiba. Al entrar los frailes Recoletos en1689 en la zona para tratar de someter a la población, recomiendan una política de desplazamiento de los grupos indígenas que consistía en trasladar dichos grupos a las zonas dominadas por los conquistadores, pero debido a la fuerza indómita de la nación indígena Teriba, debieron trasladarse al sur sobre el río Terraba en 1699.

La imposición de calendarios administrativos, religiosos y ceremoniales establecidos por los conquistadores y colonizadores, debido a la necesidad de mano de obra para la explotación que les permitiera a los colonizadores un financiamiento garantizado para sus expediciones en el interior del país, así como las poblaciones y acciones españolas, como la captura de los caciques y saqueo de los cultivos, provocaron alteraciones en el orden social tradicional, y transformaron la concepción del mundo espiritual de los indígenas. Lograron que las diferencias entre las naciones indígenas de la región de Talamanca, que habían facilitado a los colonizadores su inserción en la región, fueran superadas y que crearan confederaciones de diferentes etnias para concretar acciones de defensa en el territorio.

Los triunfos de estas confederaciones sobre los españoles fortalecieron su confianza en los enfrentamientos contra el enemigo invasor, convirtiéndose en una fuerza permanente de resistencia, y que empezaban a influenciar a los territorios vecinos ya sometidos a la estructura colonial. Es debido a los triunfos de estas confederaciones de naciones indígenas que los colonizadores intentan dominar los territorios no solo por la fuerza de sus armas, sino también por medio de la evangelización, para tratar de contrarrestar el poder religioso e ideológico de los chamanes indígenas. Además de la política de despoblamiento de la zona de Talamanca, trasladando a los indígenas de esta zona a los Valles Central y de Diquís, siendo entregados a los colonos como encomiendas, una situación muy similar a la esclavitud.

La decisión de emprender acciones más amplias de despoblamiento en 1699 por el gobernador Lorenzo Antonio de Granda y Balbín, lo hizo enfrentarse al cacique de la nación de Suinsi, Pabru Presbri, quien pasará a la historia con el nombre castellanizado de Pablo Présbere.

La intercepción de una carta a los frailes en 1709 con la orden de despoblamiento de "sacar a poblar los indios... a la provincia de Boruca los que estuvieran cercanos a ella y a Chirripó y Teotique los pudieran salir por la misma razón". dio como resultado que bajo la dirección de los jefes indígenas Comesala y Présbere, un numeroso grupo indígena atacara sorpresivamente a los españales, siendo destruidos en esta incursión los centros misioneros de Cabécar, Urinama y Chirripó. Ambos líderes habían concentrado sus fuerzas en una confederación de indígenas, Cabécares y Terbis en Suinsi, sin despertar sospechas de los españoles. Desde allí dirigieron un sorpresivo ataque hacia el poblado de San Bartolomé de Urinama donde se encontraba el fraile Pablo de Rebullida, quien pereció en el ataque junto a dos soldados que lo acompañaban.

El 28 de septiembre de ese mismo año, una confederación compuesta por varias naciones indígenas, armados de lanzas y broqueles, atacaron al pueblo de San Juan donde se encontraba el fraile Antonio de Andrade en compañía del grueso de la tropa española, quienes se vieron obligados a huir a la ciudad de Cartago. Luego que se retirara la tropa española, los indígenas dieron fuego a catorce iglesias fundadas por los misioneros, los conventos y la casa del cabildo, destruyendo además imágenes y objetos sagrados, repartiendo algunos entre los participantes; exhumando además cadáveres indígenas para ser sepultados según sus propias costumbres, evidenciando la carga ideológica y religiosa del enfrentamiento.

Con la ayuda de la audiencia de Guatemala, el gobernador de Costa Rica formó una expedición pacificadora, compuesta por 80 soldados salieron directamente hacia Talamanca por el camino a Chirripó, y otra expedición de 120 soldados, que salió hacia el pueblo de Boruca dirigida por el gobernador y el fraile Antonio de Andrade. Estas expediciones tomaron fuertes represalias contra las naciones indígenas de la zona.

Una emboscada permitió a estas expediciones tomar como prisionero al líder Pa blu; junto a él a otros dirigentes y 700 guerreros fueron llevados prisioneros a la  ciudad de Cartago para ser juzgados. De los prisioneros solo 500 llegaron vivos a Cartago,  los demás fueron muertos en el camino por hambre, castigos, y ahogados al ir amarrados de sus cuellos. Los indígenas fueron entregados a los colonos de la ciudad y los líderes encarcelados y enjuiciados en un proceso que escasamente duró 15 días.

Présbere fue condenado a ser exhibido por toda la ciudad para pregonar su delito, arcabuceado y decapitado para que su cabeza fuera exhibida en un mástil; antes de esto se lo condenó a pasar hambre y ser golpeado sin misericordia, llegando a cumplirse su sentencia el 4 de julio de 1710 en la ciudad de Cartago.

Durante su juicio demostró tener una entereza moral y fortaleza sorprendentes, negándose a traicionar a sus aliados. Los relatos de la época lo describen al momento de su juicio como un hombre de aspecto de  más de 40 años.

El 1 de julio de 1710 Pabru Presberi fue sentenciado de la siguiente manera: "Fallo que de condenar al dicho Pablo Présbere por lo que contra él está probado, sin embargo de la negativa que tiene hecha en su confesión, que sea sacado del cuarto donde le tengo preso y puesto sobre una bestia de enjalma y llevado por las calles públicas de esta ciudad con voz de pregonero que diga y declare su delito y extramuros de ella arrimado a un palo vendados los ojos 'ad modum deli' sea arcabuceado atento a no haber en ella verdugo que sepa dar garrote; y luego muerto le sea cortada la cabeza y puesta en alto para que todos la vean en el dicho palo".

Su muerte lo convirtió en un héroe para sus tribus, y que hoy se conserva en una población que empieza a entender el valor de su acción en defensa de su nación y su territorio, que pudo ser ganado por los conquistadores a base del ejercicio de la fuerza, la guerra y el exterminio de los pobladores originales de estas tierras.

Fue declarado Defensor de la Libertad de los Pueblos Indígenas por la Asamblea Legislativa de la República de Costa Rica el 19 de marzo de 1997, y la fecha de celebración de su gesta, fue declarada el 4 de julio dia en que este otro de los muchos héroes olvidados de las Américas fue asesinado.

A pesar de su muerte, el otro líder indígena Pedro Comesala sobrevivió para reorganizar las naciones indígenas de Ará (Talamanca), esta defensa permitió que la conquista española nunca pudiera doblegar a los talamanqueños, quienes al momento de la independencia de Costa Rica en 1821 ya eran libres del oprobioso yugo español.




Fuente:
www.mundohistoria.org


Imágenes:
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miércoles, 6 de junio de 2012

Isabel de Habsburgo - Reina de Dinamarca

 Por un extraño capricho del destino, Isabel de Habsburgo vivió en la penumbra lejana de la historia. Historia que apeló a los silencios y cubrió con su olvido la maravillosa vida de esta reina. Ella fue la segunda hija mujer de Juana I de Castilla (la Loca) y de Felipe de Austria (el Hermoso), hermana de los emperadores Carlos V y Fernando I de Austria y de las reinas Leonor, María y Catalina de Habsburgo.



Felipe "el Hermoso"
Isabel nació en 1501 en la capital belga de Bruselas, que entonces formaba parte de los Países Bajos españoles. Su padre, Felipe el Hermoso, pertenecía a la dinastía de los Habsburgo que, tras varios episodios históricos, acabarían gobernando sobre el mayor imperio que el mundo haya visto hasta el siglo XIX. Su madre, Juana "la Loca", era entonces la cuerda hija de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, que reinaban conjuntamente sobre un incipiente imperio que llegaba desde la península italiana hasta las costas caribeñas. 

Durante sus primeros años de vida apenas pudo conocer a sus progenitores, ya que cuando contaba con un año, sus padres viajaron a Castilla para ser proclamados príncipes de Austria. Al igual que sus hermanas Leonor y María, fue educada dentro de la suntuosa Corte de Malinas, al amparo de su tía Margarita de Austria y bajo la atenta mirada de sus abuelo, el emperador Maximiliano I. Aunque sus padres regresaron a Flandes en el año 1504, tras la muerte de su abuela materna, Isabel la Católica, Juana y Felipe partieron nuevamente hacia Castilla el 7 de enero de 1506. No volvió a verlos nunca más, ya que su padre murió. poco tiempo después y su madre, tras sufrir una fuerte depresión fue recluida en Tordesillas hasta su muerte en 1555.

Así Isabel se educó en Malinas junto a su hermano, el futuro emperador Carlos V, y a sus hermanas, Leonor y María. Se conocen muy pocos datos acerca de su educación, aunque esta debió ser esmerada, así la joven princesa dominó a la perfección tanto el alemán como el francés, que era el idioma oficial de la corte.

Christian II, rey de Dinamarca,
Noruega y Suecia
Como era la costumbre general entre las casas reinantes de la época, los Habsburgo pronto empezaron a trazar planes para casar a la pequeña con un soberano nórdico, que así se convertiría en un fiel aliado católico en las tierras más allá del Mar del Norte. Así obligada por razones de estado impostergables a defender la divisa imperial en la península escandinava, la unieron a un rey lejano y desconocido. Incialmente el rey Christian II de Dinamarca se mostró interesado por Leonor, la hermana mayor de la joven Isabel, pero la familia de las infantas juzgó que Leonor era una pieza demasiado valiosa de su particular ajedrez diplomático. Isabel se convirtió por lo tanto en un peón desechable, y pronto se acordó el matrimonio.

La unión entre un rey danés y una infanta española era, hasta entonces, algo inaudito. Nunca antes (ni nunca después) se sentó una española en el trono de Dinamarca, y tras la Reforma Protestante, que tuvo lugar después y durante la vida de Isabel, la lejanía sanguínea y dogmática entre ambos países y sus soberanos impidieron que el hecho se repitiese. Isabel se casó por poderes en julio de 1514, y admitió haberse enamorado de su marido desde el instante que le enseñaron su retrato. Un año después de haberse oficiado la boda, el rey danés envió al Arzobispo de Nidaros para que escoltase a la infanta a Dinamarca.

El golpe que acusó su alma al tener que abandonar Flandes la acompañó durante toda su vida, más su inquebrantable fuerza de voluntad la llevó a superar los difíciles momentos que tuvo que vivir en su nuevo destino de reina. 

Una segunda boda tuvo lugar en agosto de 1515; Isabel era todavía una niña de 14 años, y su marido un hombre dos décadas mayor que ella. Los presagios no eran buenos para la pareja incluso después de que Isabel fuese coronada reina de Dinamarca y de Noruega; su marido mantenía una relación extramatrimonial con Dyveke Sigbritsdatter, a la que evidentemente prefería por encima de la adolescente ex infanta. La situación sólo mejoró tras la pertinente muerte de Dyveke en 1517. De este matrimonio nacieron tres hijos, el principe Juan que murió en el año 1532; la princesa Cristina de Dinamarca, casada con el duque de Milán, Francisco Sforza; y la princesa Dorotea, la cual contrajo matrimonio con Federico del Palatinado.

En 1520 Christian II se apropió de la corona sueca, convirtiéndose en rey de Suecia e Isabel en su reina, aunque encontrándose ésta en cinta, no pudo acompañar a su marido para ser coronada, consecuentemente nunca pisó suelo sueco. Curiosamente, Isabel sería la última reina de Dinamarca que también lo sería de Suecia durante la Unión de Kalmar, que desaparecería en 1523. A pesar de su papel de consorte, Isabel también ejerció un gran peso político, y hasta actuó como regente en nombre de su marido durante la ausencia de éste en Estocolmo.

Isabel de Habsburgo, reina de Dinamarca
Las adversidades fueron llegando a sus días, sin embargo Isabel de Habsburgo se fue conformando a ellas con fortaleza y entrega. Su vida estuvo hecha de renunciamientos y determinada por las situaciones políticas coyunturales, siendo el admirable paradigma de un tiempo crucial para la historia de la humanidad. La semblanza de sus días muestra a una reina profundamente humana, de alma noble y generosa, a quien no le importó entregar su vida por la gloria de los reinos que la habían visto nacer y sobre los que tuvo que reinar.

El desastre llegó en 1523, cuando un grupo de nobles infieles derrocaron a Christian II y dieron su apoyo al tío de éste, el duque Federico. A pesar del cambio en su situación, el nuevo rey se mostró deseoso de mantener las buenas relaciones con la ex reina consorte, y le escribió en su alemán natal asegurándole que le otorgaría una pensión y que le dejaría permanecer en Dinamarca todo el tiempo que quisiese, mientras Christian II se refugiaba en los Países Bajos. A esta oferta Isabel, repuso en latín: ubi rex meus, ibi regnum meum (allá donde esté mi rey, está mi reino).

Isabel entonces abandonó Dinamarca, y viajó por varios lugares de Alemania con el fin de buscar apoyos que le permitieran restaurar a su marido en el trono. Durante su estancia en Berlín, Isabel conoció a un monje llamado Martín Lutero, cuyas ideas reformistas le interesaron inmensamente; aunque nunca llegó a convertirse, Isabel simpatizó mucho con los protestantes, a pesar de que éstos fuesen los enemigos de su propio hermano, Carlos el Emperador. En Nüremberg Isabel recibió la comunión siguiendo el rito protestante, lo cual le granjeó las críticas de sus parientes más cercanos; incluso su marido le reprimió semejante ultraje, y le ordenó que no volviese a mostrar sus inclinaciones religiosas en público.

Después de tres partos sucesivos más, Isabel empezó a dar señales de agotamiento. Los últimos años de su vida estuvieron plagados de tribulaciones, ya que por un lado le era imposible regresar a su reino y su marido se desentendió totalmente de ella y de sus hijos. En 1525 su salud se vió minada después de haber pasado una jornada entera bajo una gran tormenta. La joven ex reina pasó un verano miserable, y ya moribunda aceptó recibir la comunión siguiendo el rito católico y protestante; finalmente acabó sucumbiendo en la localidad neerlandesa de Zwijnaarde, no muy lejos de Gante. Tenía solo 24 años.

Ella fue la dócil dama que su abuelo, el emperador Maximiliano I hizo sentar en un trono extranjero, buscando ensanchar con alianzas y afanes los dominios de su gran imperio. Jamás se rebeló ante su suerte, continuó adelante con lo que le imponían y, a pesar de las lágrimas derramadas, buscó con sus renunciamientos ayudar a su hermano Carlos cuando fue emperador. Ni la incómoda dureza de tener que aceptar al esposo que le habían elegido, ni las punzadas de dolor con que los sufrimientos atravesaron su corazón durante toda su vida hasta el borde de sus fuerzas disminuyeron jamás en ella el noble deseo de hacer siempre el bien. Para ella los dolores y la dicha fueron parte de su inigualable e irrepetible vida. Vida que amó profundamente, para ofrecerla con tremenda fortaleza y entrega, hasta agotarla en el último aliento.




Imagenes:
http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Isabella_of_Spain_Denmark.jpg?uselang=es
http://www.portalplanetasedna.com.ar/juana_felipe.htm
http://dawsr.wordpress.com/2011/06/06/isabel-de-austria-la-infanta-espanola-que-reino-en-escandinavia/


Fuente:
Fragmentos del libro Isabel de Habsburgo, Yolanda Scheuber, Nowtilus, 2010
http://dawsr.wordpress.com/2011/06/06/isabel-de-austria-la-infanta-espanola-que-reino-en-escandinavia/
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/i/isabel_de_austria.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Isabel_de_Austria

martes, 5 de junio de 2012

La Revolución de los Coroneles - 4 de Junio de 1943


A comienzos de la década del cuarenta los militares habían asumido gran parte de las funciones que el estado intervencionista de los treinta se adjudicó. Entre 1931 y 1937 el presupuesto militar se incrementó de 189 mil pesos a 315 mil. En octubre de 1941 fue creada la Flota Mercante del Estado, que se colocó bajo el Ministerio de Marina. En ese mismo año se creó la Dirección de Fabricaciones Militares.  Por aquellos años convivían en las fuerzas armadas dos tendencias políticas: una, la que representaba el general Justo, favorable a los Aliados, y otra llamada nacionalista, que simpatizaba con el Eje.

En ese contexto las fuerzas armadas iban camino a transformarse en un poder en sí mismo y en un árbitro "natural" de la situación nacional. El ambiente  parecía propicio para las conspiraciones. Así lo entendieron los militares del Grupo de Obra de Unificación1 (GOU), una logia fundada el 10 de marzo de 1943 en los salones del Hotel Conte, que estaba frente a la Plaza de Mayo, por iniciativa de los tenientes coroneles Miguel A. Montes y Urbano de la Vega, que fue creciendo en influencia dentro de las filas castrenses. Sus principales referentes eran el coronel Juan Domingo Perón y el teniente coronel Enrique P. González. Los dos eran oficiales del Estado Mayor General, graduados en la Escuela Superior de Guerra, de la que además Perón era profesor de historia militar. Recuerda Perón:

"Antes del 4 de junio y cuando el golpe de Estado era inminente, se buscaba salvar las instituciones con un paliativo o por convenios políticos, a los que comúnmente llamamos acomodos. En nuestro caso, ello pudo evitarse porque, en previsión de ese peligro, habíamos constituido un organismo serio, injustamente difamado: el famoso GOU. El GOU era necesario para que la revolución no se desviara, como la del 6 de septiembre [...] Conviene recordar que las revoluciones la inician los idealistas con entusiasmo, con abnegación, con desprendimiento y heroísmo, y las aprovechan los egoístas y los nadadores en el río revuelto"2.

Los integrantes del GOU, que no ocultaban su simpatía por los regímenes de Alemania e Italia y se declaraban partidarios de la neutralidad, anticomunistas y contrarios al fraude electoral, comenzaron a preparar el asalto al gobierno y tomaron contacto formalmente con dirigentes partidarios socialistas, conservadores y radicales que coincidían en rechazar la candidatura de Patrón Costas.

El 7 de Junio de 1943 fue la fecha elegida por Castillo para lanzar la candidatura de Patrón Costas. El candidato había preparado su discurso de lanzamiento en el que, contra todos los pronósticos, evitaba definirse sobre la neutralidad:

Dr. Robustiano Patrón Costas
"Desde la edad de 23 años, en que fui llamado a ocupar el Ministerio de Hacienda de mi provincia natal, he militado siempre en las filas de los partidarios de derecha; lo proclamo bien alto y con orgullo en esta alta hora en que el izquierdismo está en boga. En el término conservador, como yo lo entiendo, caben todas las reformas que exija nuestra evolución progresista, para perfeccionar, depurar y hacer eficiente nuestra democracia, para asegurar la libertad dentro del orden y para llegar a la paz social, no por la lucha de clases sino por la conciliación de sus intereses. [...] Ser conservador es querer una organización social y política con jerarquías, pero entiéndase bien, con la jerarquía que da la conducta ejemplar, la inteligencia, la ciencia, el arte, el trabajo, los servicios prestados al país; el nacimiento, cuando se sabe honrar la estirpe; la fortuna, cuando se es digno de ella. [...] Seguimos el conflicto sin olvidar nuestros antecedentes de Nación democrática, amante de la libertad, celosa de su independencia, solidaria siempre con los grandes principios cuya subsistencia interesa a toda la humanidad para mantener un mundo de libertad, de paz y de justicia"3.

Pero Patrón Costas nunca pudo pronunciar este discurso ni lanzar su candidatura a presidente. En la madrugada del 4 de junio, un nuevo golpe de Estado dirigido por el GOU derrocaba al presidente. Lo que sigue es el relato de Perón sobre los hechos:

"La revolución comenzó en el preciso instante en que los cuadros medios del Ejército, entre quienes me identificaba, tomaron conciencia de la situación y resolvieron que las cartas estaban echadas. El día 3 por la tarde estuve encerrado en mi departamento planificando el día siguiente. Paralelamente, el doctor Castillo recorrió las guarniciones de Palermo y terminó instalándose en la Rosada junto a todo el gabinete a la espera de la tormenta inminente. Sabía que el golpe estaba en marcha. Para rematar la velada, llamé por teléfono al general Ramirez que estaba en Campo de Mayo y le pedí que fuese hasta Casa de Gobierno para saber cómo venía la mano. Le transmiti: 'decile que no se puede joder más y que se las tiene que tomar'. Todo había pasado tan rápido que la mayoría de la población no se había enterado del cambio de gobierno, fue entonces que le pedí a Mercante que hiciera salir a la calle a un grupo de efectivos para que incendiaran algunos vehículos. Un poco de acción psicológica no viene nada mal para despabilar a los curiosos"4.

El diario La Vanguardia trazaba este balance de la gestión de Castillo, que de alguna manera también era un análisis de aquella Década Infame:

"El gobierno del doctor Castillo fue el gobierno de la burla y el sarcasmo. Su gestión administrativa se desenvolvió en el fango de la arbitrariedad, el privilegio, la coima y el peculado. Toleró ministros y funcionarios ladrones, y firmó, displicentemente, medidas que importaban negociados. Nada ni nadie le contenía en su insana política de rapacidad y de oligarquía. Eligió su sucesor a pesar del clamor de la opinión pública y de la repugnancia de algunos miembros del partido oficial. La fórmula de los grandes deudores de los bancos oficiales contaba con la impunidad oficial"5.

En la Rosada, aquel 4 de junio, se produjo la primera reunión de las nuevas autoridades:

"Una vez tomado el poder nos sentamos alrededor de una mesa a discutir quién sería el encargado de ocupar la primera magistratura. Debía ser un general y de esto no había duda. Fue elegido por su buena voluntad  y sus buenas intenciones el general Pedro Pablo Ramírez. La sorpresa más significativa nos la dió Rawson, que se sentó en el sillón presidencial y armó un gabinete a piacere, sin consultar a nadie. Claro, pensó que se consideró el jefe supremo de la revolución, y flojo de entenderas así como era, negoció con la oligarquía el nuevo elenco gubernamental. El resultado fue que volvían al gobierno los que acabábamos de echar a patadas. Él estaba allí, sentado muy ridículo detrás del escritorio en el sillón de Rivadavia. Me acerqué y extendiéndole su renuncia le dije: 'pude ir saliendo, terminó su mandato'. Rawson levantó la vista y me dijo: '¡Cómo tan pronto!´ Tomó sus cosas y se retiró"6.

Castillo tras dejar la Casa Rosada, se refugió en un barreminas de la Armada a la espera de unas hipotéticas fuerzas leales que sólo existían en sus deseos. El 5 de junio por la mañana desembarcó en el puerto de La Plata y, al igual que Yrigoyen hacía casi 13 años, presentó su renuncia a la presidencia en la capital bonaerense. Terminaba, de la misma manera en que había comenzado, una Década Infame que dejaba profundas huellas en nuestro pueblo. Se iniciaba una nueva etapa que iba a cambiar por muchos años el panorama político y social de la Argentina.



1Este es el nombre que aparece en el escudo del grupo. Algunos autores definen la sigla como Grupo de Oficiales Unidos.
2Perón, Juan Domingo, Tres Revoluciones, Buenos Aires, Síntesis, 1994.
3Discurso que debió pronunciar en la Convención del Partido Demócrata Nacional con motivo de su candidatura a la presidencia de la Nación, Buenos Aires, 7 de junio de 1943, en Ernesto Araoz, Vida y obra del doctor Patrón Costas, Imprenta Mercatali, 1966.
4Perón, Juan Domingo, Tres Revoluciones, op. cit.
5La Vanguardia, 5 de junio de 1943.
6Testimonio de Juan Domingo Perón, en Enrique Pavón Pereyra, Yo, Perón, Buenos Aires, Milsa, 1993.


Fuente:
Fragmento del libro Los mitos de la historia argentina 3, de Felipe Pigna, Buenos Aries, Editorial Planeta, 2006
www.elhistoriador.com.ar


Imagenes:
http://www.laguia2000.com/argentina/el-gou-grupo-de-oficiales-unidos
http://www.diasdehistoria.com.ar/content/muri%C3%B3-un-hist%C3%B3rico-del-peronismo
http://www.iruya.com/iruyart/personajes-de-salta/actuacion-politica-y-empresaria-del-dr-robustiano-patron-costas-103285.html

lunes, 4 de junio de 2012

Artigas, el jefe rebelde (Parte III)

El llamado a la revolución


El incidente de Colonia, cuando Artigas tuvo un entredicho con el brigadier Muesas por la indisciplina de sus hombres, precipitó su deserción de las filas realistas. Sin embargo, otros antecedetentes explican mejor esa determinación. Algunos parientes suyos como los Monterroso -familia de la que provenía un sobrino segundo, fray José Monterroso, quien luego fue su secretario y asesor- conspiraban para sumarse a los patriotas y contaban con él.

La insurrección rural en la Banda Oriental fue una estrategia deliberada del gobierno de Buenos Aires ante el pronunciamiento adverso de Montevideo. El "Plan de Operaciones" que Moreno elaboró en agosto de 1810 contemplaba aquel alzamiento, a cuyo fin era necesario atraer "por cualquier interés y promesas" a dos hombres: el capitán Dragones José Rondeau y el capitán Blandengues José Artigas, por "sus conocimientos que nos consta son muy extensos en la campaña, como por sus talentos, opinión, concepto y respeto".  La idea era que el ejército patriota regular tuviera como avanzada algunos cuerpos formados por gauchos, reclutando a desertores, delincuentes y "vagos", de quienes habría que deshacerse luego de la consolidación del Estado. El texto incluía una lista de "sujetos", entre ellos Venancio Benavidez, los hermanos y primos de Artigas y otros, los cuales "por lo conocido de sus vicios son capaces para todo, que es lo que conviene en las circunstancias por los talentos y opiniones populares que han adquirido por sus hechos temerarios".

La información sobre los personajes de la campaña se ha atribuido a la colaboración en el documento de Manuel Belgrano, quien había pasado largas temporadas en su estancia de Mercedes. Lo cierto es que los patriotas tomaron contacto con los dos capitanes, y Artigas se convirtió efectivamente en el líder del levantamiento. El Plan muestra que la Junta contaba con sus ascendiente popular, aunque también trasluce la desconfianza sobre el papel de aquellos gauchos en el desarrollo ulterior de la revolución.

José Artigas y sus montoneras

En febrero de 1811 Artigas viajó a Buenos Aires para ponerse a las órdenes de la Junta y el primer foco insurgente fue promovido en Mercedes,  invocando su nombre, por Benavidez, el gaucho brasileño Pedro Viera y otro de los sujetos aludidos en el Plan de Operaciones. A partir de allí, con la participación de un grupo de blandengues, se organizaron las primeras montoneras.

Artigas volvió con el grado de teniente coronel y sus fuerzas entraron en acción, jugando un rol decisivo los miembros de  su grupo familiar. La toma de San José fue dirigida por su primo, Manuel Artigas, que murió en el combate. Su hermano Manuel Francisco reclutó unos 300 gauchos en la zona este, engrosando el millar de jinetes y soldados con los que derrotó a los españoles en las Piedras. Si bien lo ascendieron a coronel por aquel triunfo, en el sitio a Montevideo quedó subordinado a Rondeau, jefe militar de mayor confianza para los porteños. Allí comenzaron las divergencias que terminaron por enfrentarlo al gobierno de Buenos Aires, cuando éste subordinó la lucha independentista a las negociaciones con los realistas, los portugueses y las potencias europeas.

La guerra montonera


La guerra montonera y el caudillaje de Artigas prolongaron algunos rasgos de su experiencia anterior como bandolero y gendarme rural. El conocía a fondo la capacidad de lucha de los gauchos, su movilidad ecuestre y su habilidad con las armas de faena, y los empleó con éxito como partidas guerrilleras, actuando en forma independiente o combinada con la movilización de los cuerpos de ejército.

Convocar a los gauchos -"los vagos, impropietarios y malvados" según el libelo de Cavia- implicaba riesgos. Los documentos muestran a Artigas empeñado en la organización militar y actuando con mano dura para imponer disciplina. Durante el "éxodo" por la costa del Uruguay, seguido por miles de pobladores, hizo juzgar y fusilar en el campamento del Quebracho a tres "malevos" convictos de robos y violencias, y el 1° de Diciembre de 1811 dirigió un bando a sus fuerzas: "si aún queda alguno mezclado entre vosotros que no abrigue sentimientos de honor, patriotismo y humanidad, que huya lejos del ejército que deshonra y en el que será de hoy en más escrupulosamente perseguido".

A fines de 1811Artigas convocó también a los "indios bravos", utilizando como emisario al caciquillo Manuel. Desde entonces varias tribus charrúas acompañaron su ejército o actuaron como aliados, permitiéndole controlarla campaña. No sólo le sirvieron de espías y lo auxiliaron para obtener abastecimientos, sino que hostilizaron a los portugueses e incluso reforzaron a las formaciones de combate frontal, sufriendo graves pérdidas. A pesar del tratado que suspendía la guerra, en diciembre de 1811 Artigas deshizo una columna invasora en Belén sorprendiéndolos con una fuerza de mixta de 500 blandengues y 450 indios.

En la guerrilla montonera, Artigas mezcló las astucias de baqueano y bandolero con las técnicas políticas revolucionarias. Sus hostilidades con Sarratea  durante el sitio de Montevideo, en 1812,  comenzaron cortándole los auxilios de Buenos Aires, le hizo escasear los abastecimientos en las estancias  y al fin aplicó su golpe infalible: le sustrajo en dos noches cerca de 4.000 caballos y bueyes, dejándolo inmovilizado frente a la ciudad. Su antiguo superior Viana,  al servicio del Directorio porteño, aconsejaba al coronel Moldes precaverse de Artigas y le advertía cuál era sus táctica: primero, hacer propaganda con "papeles" o panfletos; segundo, alejar las haciendas del lugar donde se sitúa el adversario; tercero, despojarle de las caballadas.

La conducción de Artigas, basada en su autoridad carismática sobre los paisanos, se mantuvo localizada en el campo. Saint-Hilaire afirma que tenía "las mismas costumbres de los indios, cabalgaba tan bien como ellos, viviendo del mismo modo y vistiendo en extrema simplicidad". Cavia señala "el aparente desprendimiento de este hombre, la simplicidad de su vestido y la identidad de sentimientos, usos y modales con muchas gentes de las que le rodean" y observa que "siempre ha permanecido en campaña". Sarmiento apuntó también ese rasgo de su carácter: "no frecuentó ciudades nunca". En 1815, la capital de Protectorado que estableció Artigas en alianza con varios gobernantes provinciales, se situó a distancia de Montevideo y cerca de Arerunguá. Los visitantes se asombraban de la austeridad del cuartel general de "La Purificación", donde imperaban las costumbres de los gauchos.

Dada la escasez de recursos con que se desarrollaron aquellas campañas, era inevitable que las partidas irregulares de gauchos cobraran su recompensa con el eventual botín, y seguramente hubo episodios de bandolerismo oportunista en medio del desorden de la guerra. En 1815 se levantaron muchas protestas contra las "partidas sueltas" que avanzaban contra el ganado con y sin dueño para faenarlo, ante lo cual el Protector reclamó orden, pero sobre todo mayores controles del comercio montevideano de animales y cueros mal habidos. En realidad los despojos confiscaciones en el campo habían comenzado en 1811, contra los patriotas desafectos al gobierno español, continuaron con la invasión portuguesa -incluso en perjuicio de hacendados realistas- y luego por las fuerzas de Buenos Aires, diezmando los ganados y destruyendo estancias y poblaciones.

El saqueo del enemigo y las exacciones para abastecerse eran práctica usual en la época por cualquier fuerza armada: no sólo en el caso de las explícitas patentes de corso que premiaban con las mercaderías de las "presas" a los corsarios, sino también por los ejércitos regulares, americanos o europeos. Hay innumerables testimonios sobre los hechos de rapiña que ejecutaban los cuerpos militares, de manera espontánea y por expresas órdenes de los jefes, en la Banda Oriental como en todo el escenario de las guerras externas e internas.

Hobsbawm distingue una "forma superior" de bandolerismo social, el de los haiduks, grandes grupos de jinetes salteadores que en Hungría y los Balcanes constituyeron focos permanentes de guerrillas, apoyados en sus comunidades, contra la dominación de las potencias invasoras. Algunas bandas de gauchos, así como  las montoneras indígenas, presentaban rasgos semejantes, en la medida en que su condición marginal era más acentuada y en tanto mantenían sus jefaturas tradicionales. Resulta diferente sin embargo el caso de las partidas de jinetes criollos que fueron reunidas para guerrear por la revolución. Es evidente que su acción adquirió connotaciones de lucha social y de revancha contra la clase alta, como señalaron Sarmiento y Paz. Pero en tanto fueron organizadas y conducidas por caudillos político-militares como Artigas, no diferían demasiado de los cuerpos de milicia de la época.

Otras figuras de bandoleros


Entre los comandantes de Artigas había gauchos, indios y ex bandidos que cumplieron roles descollantes. A Pedro Amigo se lo ha caracterizado como "caudillo de extracción bandolera". A José García de Culta, quien en 1812 inició el sitio de Montevideo al frente de una partida de irregulares, se le reprochó haberse convertido en salteador, aunque luego se reintegró a la disciplina militar. Encarnación Benitez fue otro gaucho indomable de turbio origen que acostumbraba a hacer justicia por mano propia. A veces el comportamientos de estos hombres y de algunos caciques indígenas fue motivo de protestas, obligando al Protector a intervenir para pedirles cuentas y reconvenirlos, aunque los defendió de cargos injustos y a menudo les dio la razón.  En 1815 el Cabildo imputaba al "Pardo" Encarnación haber esparcido "hasta cinco partidas" para hacer estragos -lo cual Artigas consideró exagerado, pues sólo mandaba doce hombres- y, entre otros crímenes, "distribuir ganados y tierras a su arbitrio".

Andres Guacurarí Artigas, "Andresito"
Andrés Guacurarí Artigas, un indígena guaraní, fue el brazo armado del caudillo en la zona de Misiones, disputada por los portugueses, paraguayos y rioplatenses. Aquellos indios cristianizados constituían un sector marginal de la sociedad criolla tras el proceso de disgregación que sufrieron sus poblados. Cuando en 1815 las montoneras de "Andresito" tomaron Candelaria y otras localidades ocupadas por los paraguayos, el dictador Francia reaccionó indignado tratándolos de "brutos, malvados y ladrones, sin ley ni religión, que con su caudillo bandolero de profesión se han propuesto vivir engañando, alborotando y robando a todo el mundo".


En 1818 el Protector envió a Andresito a sofocar el golpe disidente en Corrientes que había depuesto al gobernador aliado, Juan Bautista Méndez. Andresito marchó con un millar de hombres, aplastó a las tropas que lo enfrentaron, repuso a Méndez en el gobierno civil y  desempeñó la gobernación  militar durante siete meses. A pesar del escándalo que suponía esa intrusión en las "hordas" de la periferia aborigen en los asuntos públicos locales, que hasta entonces se habían resuelto en el seno de la clase principal de la ciudad, el comportamiento de los ocupantes no parece haber sido tan bárbaro como se temía, según ilustran las crónicas del período.

El irlandés Pedro Campbell, que acompañó a Andresito a Corrientes y lo apoyó con su flotilla del Paraná, era otro personaje excepcional sumado a la revolución.  Así como se había hecho jinete y baqueano en las pampas, sirviendo a Artigas se convirtió en navegante y corsario. A la par de otros aventureros de diverso origen, fue uno de los principales ejecutores de la estrategia de la guerra fluvial contra porteños españoles y portugueses. Las tripulaciones que comandó Campbell conformaban una suerte de montonera de gauchos e indios que se lanzaban al abordaje de las naves rivales, y ciertamente aquellas acciones recompensadas con el botín tenían gran analogía con la lucha de las partidas guerrilleras de jinetes.

La utopía igualitaria


Una preocupación constante de Artigas en sus roles de bandolero, gendarme  revolucionario fue impartir justicia con un sentido igualitario. "No hay que invertir el orden de la justicia; (hay que) mirar por los infieles y no desampararlos sin más delito que su miseria" -le recomendaba al gobernador de Corrientes, expresando su desdén por los privilegios aristocráticos-; "olvidemos esa maldita costumbre que los engrandecimientos nacen de la cuna". Con relación a los pueblos indios, en sus instrucciones para que "se gobiernen por si" eligiendo sus propios administradores, le recordaba al gobernador "que ellos tienen el principal derecho y que sería una degradación vergonzosa para nosotros" mantenerlo excluidos "por ser indianos".

Artigas asumió de manera integral los principios liberales y republicanos de la emancipación, que las elites aceptaban con muchas reservas. En su modo de ver seguramente influían las costumbres de las pampas y las antiguas tradiciones milenaristas, más que la lectura de Russeau. El orgullo de hombres libres de los gauchos era congruente con la orientación democrática de la revolución, como afirmaban Mitre y López. Escuchando a otros hombres más instruidos, interesándose por conocer el sistema federal norteamericano, Artigas expresó una síntesis del sentido  común popular con las doctrinas progresistas de su tiempo y reclamó fundar el poder político en los derechos de representación de los individuos y de las regiones, todos en pié de igualdad.

Esto es notable en las acciones de gobierno que impulsó, y en particular de su famoso plan agrario. Las comunicaciones del Protector con el Cabildo de Montevideo,  al que él mismo asignó un rol eminente sabiendo que representaba al sector de los propietarios, reflejan su firme pero prudente relación con la elite y las reticencias de esta ante las medidas más radicales. Dada la necesidad de repoblar y poner en producción los campos asolados por la guerra, el Protector instó al Cabildo a emplazar a los hacendados a hacerlo so pena de poner las tierras en otras manos, ante lo cual, tras algunas dilaciones, aquél emitió un bando sin poner plazo y omitiendo las sanciones. Días después Artigas dictó personalmente el Reglamento de Tierras en 1815. Si bien antes había otorgado posesiones a sus partidarios y ocupado campos de los adversarios de la revolución, ahora se trataba de establecer un nuevo orden rural, recuperar la ganadería, poblar y distribuir la propiedad con el criterio de que "los más infelices sean los más privilegiados". Las tierras no ocupadas y las confiscadas a "los malos europeos y peores americanos" debían repartirse en suertes de estancias a los solicitantes, con carácter de donación, dando preferencia a los negros libres, los zambos, indios y criollos pobres.

En el mismo Reglamento se preveía la aprehensión de vagos para remitirlos al servicio de las armas, y la papeleta que los patrones debían dar a sus peones. Esta era la política habitual de control de los gauchos, pero en un marco diferente, en el que la obligación de trabajar iba aparejada a la posibilidad de adquirir la tierra. En circunstancias en que urgía regenerar la explotación del campo y se compelía a los estancieros a producir, era razonable exigir una ocupación regular de los proletarios rurales.

La aplicación del Reglamento, resistida y demorada por el Cabildo, afectaba una enorme extensión territorial y fue por cierto conflictiva. Estaban en juego los intereses de grande latifundistas, incluso porteños. La independencia, como todas las revoluciones, había engendrado un alzamiento popular que se tornaba amenazante para los viejos y nuevos grupos dirigentes, y el director Pueyrredón acordó consentir la invasión portuguesa a la Banda Oriental para liquidar ese peligro.

Debilitado en la relación de fuerzas, la inflexibilidad de Artigas lo perdió. La política de transacción no era lo suyo. Acudió por fin al asilo del dictador Francia, quien le había llamado no menos que "caudillo de bandidos", creyendo que podrían coincidir contra el centralismo porteño o esperando tal vez un cambio de gobierno. Al morir el Supremo en 1840, detuvieron preventivamente "al bandido Artigas" pues algunos lo querían como sucesor, a pesar de su avanzada edad. Más tarde Carlos Antonio López le brindó una amplia reparación.


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En definitiva hay que aceptar que las diatribas de sus adversarios se fundaban en parte de la verdad: Artigas fue en su juventud un bandido. Pero no un delincuente común, sino uno de los casos excepcionales que Hobsbawm caracteriza como bandoleros sociales. Desde esta perspectiva es posible entender la profunda coherencia de su solidaridad con las clases pobres del campo. En su misma época de rebelde se había marginado de la ley convirtiéndose en un héroe legendario entre los gauchos, los indígenas y los demás paisanos que defendían su medio de vida tradicional, y el pacto con el soberano no implicó que mudara de bando. En realidad adquirió así reconocimiento formal como jefe de un cuerpo de ex forajidos, administrador de justicia y "regenerador" de indios y malvivientes, consolidando su ascendiente patriarcal en la campaña; lo cual chocaba con la ortodoxia militar y, más que una fractura, implicaba una continuidad en su rol de líder gaucho. Seguramente, además, aquella experiencia le permitió ver los problemas rurales desde el punto de vista del orden general. Pero sólo  la revolución le ofreció, al fin, la oportunidad trascendente de dirigir a su pueblo más allá de los objetivos reparadores tradicionales, con una visión estratégica sobre los problemas de la fundación del Estado, la producción del campo y la integración de la nueva sociedad emergente. En la guerra utilizó los recursos del arte militar que tuvo disponibles, los combinó con la agitación insurreccional y aprovechó  sus conocimientos de baqueanos y conductor de aquellas partidas de jinetes para organizar la lucha guerrillera.

El movimiento artiguista fue una expresión radical de la revolución, apoyada en la movilización de las montoneras. Si éstas, según vio Sarmiento, representaban la insumisión de la campaña ante la ciudad, hay que advertir que en el siglo XIX ello equivalía al alzamiento  de la mayoría de la población -los productores directos, los estratos subordinados y algunos grupos más o menos marginales- frente al poder de las elites terratenientes y comerciales, que con demasiada frecuencia antepusieron sus intereses a los del proyecto revolucionario proclamado como causa común.

Las montoneras surgieron en cierto modo de las bandas de gauchos y existe por lo tanto una vinculación con el bandolerismo, pero resulta equívoco homologar ambos fenómenos. Las guerrillas federales contenían un grado de dirección y motivación política cualitativamente superior a lo que se entiende por bandolerismo. Las estrechas relaciones entre gauchos, bandidos y caudillos que hemos subrayado plantean cuestiones significativas que deben ser aún profundizadas, pero no se pueden confundir los términos según la dialéctica de batalla de Sarmiento. Hay que tener en cuenta que los caudillos gauchos, aunque algunos hubieran sido bandoleros, fueron jefes políticos y militares; el federalismo era un proyecto de organización del Estado; y las montoneras, aunque reclutaran matreros, indios o bandidos, fueron formas de rebelión y lucha social, orientadas bien o mal por sus líderes hacia aquella causa. De cualquier manera, los sucesivos alzamientos montoneros configuran un asunto demasiado complejo como para generalizar las conclusiones a hechos que exceden el foco de este artículo.

En los estudios recientes sobre la historia latinoamericana que reúne la compilación de Slatta, resulta notable que las tesis sobre el bandolerismo reproduzcan dilemas análogos a los que  dividieron aguas en la historiografía rioplatense del siglo XIX. Acerca de las reacciones u opciones violentas de los sectores populares, la visión hobsbawmiana se inclina a reconocerles una racionalidad social, mientras que los refutadores tienden a descalificarlas como pillaje. La misma cuestión atraviesa la problemática historiográfica en nuestro país como materia de debate, las visiones de la clase de la época de las guerras civiles siguen reflejándose en el terreno de la investigación al tratar el sentido de aquellos sucesos. Cabe pensar sin embargo que -al menos en ese plano- algo hemos progresado en estos dos siglos, y el caso Artigas y las montoneras nos desafía a actualizar la interpretación de la participación popular en la revolución americana.




Fuente:
Publicado en revista Todo es Historia N° 356, Buenos Aires, marzo de 1997


Imágenes:
http://www.revisionistas.com.ar/?p=7678
http://apuntesmilitantes.blogspot.com.ar/2007/05/las-montoneras-federales.html
http://www.lagazeta.com.ar/andresito.htm